
El hambre: Un problema crucial que nadie quiere solucionar.
Munido del último y dramático informe del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, el Subsecretario General de Asuntos Humanitarios de la ONU y Coordinador del Socorro Urgente de esa organización, Stephen O’Brien, fue citado recientemente diciendo que 108 millones de personas de 48 países en todo el mundo se enfrentan actualmente a “una crisis de inseguridad alimenticia.” En términos sencillos, lo que significa dicha frase es que este total de personas está en peligro inminente de morir de hambre. De hecho, mientras escribo esta nota, muchos de ellos pueden haberse muerto.
Y eso es solamente el comienzo de una trágica y continua historia, tal como lo demuestra el hecho de que, hace apenas dos años, el número de personas en esa última situación de crisis sumaba 80 millones, lo cual es bastante perturbador, dado que significa que ha aumentado en más del 25 por ciento ese total en tan sólo los últimos 24 meses.
En la actualidad, las personas que corren el riesgo más inmediato de morir de hambre suman unos 20 millones, y entre ellas, según expertos mundiales de las organizaciones de socorro, existen al menos 1,4 millones de niños que sufren una desnutrición tan grave que pueden haber pasado ya del punto sin retorno. Si bien el mal gobierno y la corrupción pueden ser mencionados como dos de las causas de esta situación de crisis en muchos de los países donde la inanición es frecuente, hay claramente otras principales razones por las cuales ciertas naciones no pueden alimentarse bien, como por ejemplo el clima, la falta de tierras cultivables u otros recursos alimenticios, y la falta de ayuda internacional, no sólo en términos de dinero en efectivo sino también de ayuda para el desarrollo de una mejor producción de alimentos. Pero en algunos países, como Nigeria, Somalia, Yemen y Sudán del Sur, la principal causa del hambre y de la desnutrición es la guerra, lo cual revela otra razón urgente para que los líderes mundiales hagan un esfuerzo para dejar de lado sus diferencias y convertirse en arquitectos de una paz global, en lugar de seguir siendo proveedores y promotores de conflictos.
El historial de las naciones más poderosas del mundo es, en este sentido, abismal, y se encuentra, actualmente, lejos de mejorar. Por el contrario, el presidente estadounidense Donald Trump, por ejemplo, ha prometido no sólo no aumentar la cantidad de dinero que su país —ciertamente el más pudiente de la tierra— dedica a la ayuda externa, sino reducirla en casi un 30 por ciento. El conductor de la CNN y editorialista del Washington Post, Fareed Zakaria, hizo referencia recientemente a una encuesta de opinión pública en la que una de las preguntas formuladas a los estadounidenses fue respecto de qué proporción del presupuesto de gastos discrecionales de EEUU se utilizaba para la ayuda humanitaria externa. La mayoría seleccionó la respuesta escandalosamente inexacta del 26 por ciento. La respuesta correcta es que, incluso antes de que el Presidente Trump haya realizado acción alguna para disminuir significativamente la ayuda externa, el total de dinero dedicado a las relaciones exteriores es sólo alrededor del tres por ciento del presupuesto discrecional de los Estados Unidos y sólo un uno por ciento se destina a una genuina ayuda extranjera. Si la administración actual consigue lo que quiere, esa cantidad se reduciría en otro tercio.
En la actualidad, y a modo de comparación, Estados Unidos invierte más del 50 por ciento (el 54 por ciento en 2015) de su presupuesto discrecional —la cantidad negociada cada año por el Poder Ejecutivo con el Poder Legislativo, en contraposición con el presupuesto obligatorio o fijo— en los vastos intereses militares del país. Los más de 600 mil millones de dólares al año que Estados Unidos gasta actualmente en mantener su poderío armamentista es ya un total mayor que los presupuestos militares de los próximos ocho poderes militares mundiales combinados y el gobierno de Trump quiere aumentar aún más el gasto militar, como parte de la promesa del mandatario en su campaña electoral “hacer que América vuelva a ser grande”. En mi opinión —y en la de Fareed Zakaria, aparentemente— una buena manera de hacer que EEUU vuelva a su otrora grandeza sería convertirse en el mayor poder pacificador y humanitario del mundo. Pero según la tendencia actual, parecería que el camino va por el lado opuesto.
Y de hecho, eso parecería ser la tendencia en el mundo entero. Las redes mundiales de socorro, incluso la de las Naciones Unidas, que es, sin duda, la más grande, han instado a las naciones más ricas del mundo a aportar los 21.500 millones de dólares que necesitan para proporcionar no sólo suministros alimenticios de emergencia, sino también asistencia para refugiados, salud y otros tipos de ayuda urgente. Pero a medida que el 2017 avanza hacia su quinto mes, las organizaciones mundiales de socorro sólo han podido recaudar alrededor del 17 por ciento de esa cantidad (3.700 millones de dólares).
Es interesante notar que el déficit de 18.000 millones de dólares entre la cantidad de dinero que las naciones más ricas del mundo han prometido a la ayuda humanitaria internacional y la cantidad que las organizaciones humanitarias consideran que requerirán para cubrir mínimamente las necesidades de los enfermos, los destituidos y los hambrientos, es sólo un tercio de la cantidad en la cual el presidente de Estados Unidos Donald Trump espera aumentar el presupuesto ya astronómico de su país para la guerra.
Además, si se tiene en cuenta que los recortes presupuestarios propuestos por Trump en materia de relaciones exteriores priorizarán la prestación de abundante ayuda militar a los aliados percibidos (en detrimento de la ayuda humanitaria y la de desarrollo), la perspectiva para los pobres y desvalidos del mundo empeora de manera aún más sombría. Por ejemplo, hasta ahora en 2017, EEUU sólo ha proporcionado unos 640 millones (sí, millones) de dólares en ayuda externa no militar, en comparación con los ya escasos 3.600 millones de dólares prometidos por el gobierno del presidente Barack Obama en 2016.
Con demasiada frecuencia, las sociedades más ricas del mundo buscan justificar el hambre global “vendiéndolo” como un problema insoluble. Esto, en verdad, no es así. De hecho, más que por ninguna otra razón, el hambre en el mundo no se resuelve debido al egoísmo y la indiferencia entre las sociedades más privilegiadas del planeta. Esto hace que sea un problema de fácil resolución. Todo lo que se necesita es un compromiso mínimo: la reasignación de una mera fracción de lo que se gasta diariamente en “defensa” (leer: guerra y dominio militar) para aliviarla de inmediato, y, en un futuro no lejano, eliminarla por completo. Y antes de que me tilden de idealista impráctico, presten atención a los siguientes hechos.
Hay quienes señalan que mucha menos gente pasa hambre hoy que hace 20 años. Y eso es verdad. Pero sólo porque el nivel de conciencia era mucho más bajo y los programas mucho menos eficaces en ese entonces. De acuerdo con la organización WorldHunger.org, las regiones en desarrollo vieron una reducción del 42 por ciento en la prevalencia de la subalimentación en el período de 2012 a 2014 en comparación con las cifras correspondientes al período de 1990 a 1992. Pero gran parte de esta mejora se debió al meteórico avance económico (una de las formas más seguras de combatir la pobreza y el hambre) del cual fueron testigos China y algunos países del sudeste asiático.
Pese a estas buenas noticias desde la perspectiva de dos décadas, el hecho trágico sigue siendo que Asia es todavía donde reside una de cada tres de las personas que padecen hambre sobre el planeta. Y aún más grave es el hecho de que, incluso después de este lento pero seguro progreso, una de cada ocho personas en estas regiones en desarrollo sigue estando crónicamente desnutrida. Eso es más del 13 por ciento de la población mundial. El menor progreso en la lucha contra el hambre se ha registrado en la región subsahariana. Allí, al menos una de cada cuatro personas se encuentra desnutrida.
Mientras tanto, en el sur de Asia (India, Pakistán, Bangladesh, etc.) el problema de la subalimentación sólo se ha reducido marginalmente en las últimas dos décadas, a pesar del notable ascenso de la India como potencia económica mundial durante ese período. En esa zona, se estima que habitan 276 millones de personas crónicamente desnutridas.
En la Cumbre Mundial de la Alimentación celebrada en Roma en 1996, los delegados se fijaron el objetivo de reducir el número de personas hambrientas en el mundo, desde un total de 991 millones a 495 millones para 2015. Para aquellos de nosotros que entendemos cuán absolutamente alcanzable resultaría el nivel cero de hambre como objetivo global de mediano plazo, esta meta nos parecía demasiado conservadora. Sin embargo, el mundo ni siquiera se acercó a ese objetivo, con el número estimado de personas desnutridas aun totalizando 790,1 millones en el 2015. Las cifras más recientes (2014-2016) muestran que este guarismo está nuevamente en alza con un estimado total de desnutridos de 795 millones según el último recuento.
Para aquellos que se sienten ofendidos por mi caracterización de las naciones más ricas del mundo como egoístas, no comprometidas y manifiestamente apáticas en cuanto al destino de la gente hambrienta del mundo y a la solución del problema de una vez por todas, consideren ésto: un artículo en la prestigiosa revista británica The Economist informó recientemente que los estadounidenses, en promedio, terminan tirando a la basura el 40 por ciento de los alimentos que compran. Y en la India —una nación donde, como dije antes, el hambre es endémico— una distribución ineficaz significa que el 40 por ciento de todos los alimentos se pudren antes de llegar al mercado. Mientras tanto, el Instituto Internacional del Agua de Estocolmo, que realiza estudios en profundidad sobre la producción de alimentos y el uso del agua, calcula que más de un tercio de todos los alimentos en el mundo se tiran o se echan a perder antes de poder servir para alimentar a los seres humanos.
Torgny Holmgren, director ejecutivo del Instituto Internacional del Agua de Estocolmo, lo explica de manera sucinta: “Más de una cuarta parte de toda el agua que utilizamos en el mundo está destinada a cultivar más de mil millones de toneladas de alimentos que nadie llega a comer. Ese agua, junto con los miles de millones de dólares gastados para cultivar, transportar, empaquetar y comprar los alimentos, se tira por la borda.” Mientras tanto, cientos de millones de personas están muriendo de hambre y otros centenares de millones en todo el mundo se encuentran desnutridas. En resumen, las sociedades más ricas del mundo están comiendo en exceso —con una obesidad endémica y otros trastornos de la salud que esto significa— y tirando a la basura toda la comida que no llegan a engullir, mientras que más de mil millones de personas no pueden obtener suficiente comida para alimentarse adecuadamente.
Hace unas semanas en su programa titulado GPS, en la red de cable CNN, Fareed Zakaria dejó en claro lo sencillo que sería para Estados Unidos, por su exclusiva cuenta, hacer una enorme diferencia en la lucha mundial contra el hambre. Señaló que “ayudar a la gente al borde de la inanición no es caro. Según el Programa Mundial de Alimentos, cuesta tan sólo alrededor de 20 centavos, menos que el costo de un sello postal, para ayudar a alimentar a un niño malnutrido durante un día. Pero quizás la mejor razón para invertir en la ayuda externa es porque ésto encarna lo mejor de Estados Unidos. Al ayudar a los millones de personas que ahora sufren, Estados Unidos afirmaría su liderazgo en el mundo, al tiempo de defender sus valores como nación y salvar vidas humanas.”
Este es un llamado que se debe hacer a los líderes no sólo de los Estados Unidos, sino también de todas las demás grandes potencias económicas del mundo. El hecho de que todavía debamos hablar del hambre como un problema que sigue sin solución debería ser una fuente de vergüenza para todas las economías centrales de la tierra porque, más allá de todas las excusas y justificaciones a las cuales uno podría querer apelar, denota una absoluta falta de humanidad y de empatía, y una falta de interés en las causas de la paz mundial, la solidaridad y la fraternidad.