
Los sospechosos de siempre
1 de Agosto, 2014
Este año (2014) marca el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, uno de los dos conflictos más sangrientos y horrendos de la historia universal. Se conocía como “la guerra para terminar con todas las guerras”. Pero no lo hizo, obviamente. A poco más de dos décadas el mundo sería testigo de una segunda conflagración global, que comenzaría el primero de septiembre de 1939. La Segunda Guerra Mundial sería más horrorosa aún, y mucho más costosa en vidas humanas que la primera, y al finalizar, el mundo diría “nunca más”, dando luz a instituciones multilaterales y tratados internacionales con el propósito de asegurar la paz mundial.
Sin embargo, la paz no se ha materializado. Pese a que, hasta ahora, los grandes “avances” en materia de tecnología bélica (en detrimento, se podría argumentar, de las ciencias vitales y ambientales, que deben competir con la siempre hambrienta industria armamentista del “primer mundo” por los recursos tanto materiales como humanos que requieren) han disuadido a las grandes potencias de cualquier tentación de enfrentarse en forma directa, en los casi 70 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los países ricos y poderosos han seguido sembrando o apoyando guerras estratégicas entre naciones menos avanzadas, utilizándolas como “apoderadas” o peones, cuando no como meros clientes para la venta de siempre abundantes provisiones de armas y municiones. Es así cómo, desde la Segunda Guerra Mundial ha habido por lo menos 250 guerras más. Y aunque algunas hayan pasado casi desapercibidas, han costado, en total, más de 50 millones de vidas. Decenas de millones de personas más han sido heridas o mutiladas en forma permanente, y otras decenas de millones han quedado desplazadas y sin techo. Más de una treintena de dichas guerras continúan hasta el día de hoy, algunas desde hace años.
A medida que la tecnología bélica “avanza”, las estrategias van cambiando, así como lo hacen las “reglas de guerra”. Tan es así que las guerras ya no ocurren en campos de batalla, sino en medio de poblaciones humanas, y el poder de fuego cada vez más amplio e indiscriminado que se ejerce deja atrás un “daño colateral” mucho mayor que los daños infligidos a los principales blancos combatientes. En la mayoría de los conflictos actuales, la relación de muertos civiles a muertos militares roza nueve a uno. Sería, entonces, un mito inventado por los principales traficantes y usuarios de la nueva tecnología bélica el concepto de “ataques quirúrgicos” con bombas y cohetes de última generación. Si no fuera así, nos encontramos ante una ola diaria de crímenes intencionales de lesa humanidad en todo el planeta.
La tragedia humana que ha tenido lugar en la Franja de Gaza constituye un caso para el estudio. Al poseer el sistema de defensa más avanzado que su gran aliado EEUU le ha podido proveer, Israel ha logrado desviar o destruir la gran mayoría de los misiles que su enemigo extremista Hamás le ha lanzado desde Gaza. Pero ante la aplastante respuesta militar de Israel, toda la población de la Franja de Gaza (no sólo Hamás) ha quedado indefensa. La prueba la dan las cifras de la desgracia: de 1.935 palestinos muertos, 1.408 han sido civiles, entre ellos, 235 mujeres y 452 niños. Casi 10 mil personas han sido heridas en la Franja de Gaza en el último mes, y miles de hogares han sido destruidos.
En este año centenario de la Primera Guerra Mundial y a días del 75º aniversario de la Segunda Guerra Mundial, parece que lo que no hemos aprendido en las generaciones desde entonces respecto de la guerra y la paz es mucho más notable que lo que hemos aprendido. Aun cuando ambas guerras hayan dado a luz tales experiencias de paz como la Liga de las Naciones y su sucesor, la Organización de las Naciones Unidas, además de hitos tales en tratados globales de paz como las convenciones de Versalles y de Ginebra, es también verdad que la Liga de las Naciones fracasó por intentar imponer la paz más que construirla y mantenerla, y que la fuerza pacificadora de la ONU ha sido minada al tener que rendir cuenta de todas sus decisiones ante el poder discrecional de un puñado de potencias mayores que son los miembros permanentes del omnipotente Consejo de Seguridad—las mismas potencias que redibujaron los mapas del mundo luego del segundo conflicto global y las mismas que hoy son los traficantes más grandes de armas en el mundo, y que compiten entre ellas por ventajas geopolíticas en todo rincón del planeta donde cunde la violencia. Y es verdad, además, que se acusan entre ellas a diario de violar los principios alguna vez sagrados de las convenciones no sólo de Ginebra y Versalles, sino también de otros importantes tratados internacionales.
Tal como en la Primer Guerra Mundial, que parecía surgir de una cadena de “eventos no relacionados”, en el mundo de hoy es cada vez más difícil imaginar guerra alguna que no tenga consecuencias globales. Sin duda, los principales conflictos de la actualidad han generado una resurgencia del tipo de guerra (todavía) fría entre Este y Oeste que muchos se atrevieron a dar por terminada para siempre cuando cayó el Muro de Berlín hace ya un cuarto de siglo. Tanto en la Primera Guerra como en la Segunda, hubo un evento central que parecía justificar el inicio de las acciones bélicas: en el primer caso, fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y, en el segundo, la invasión de Polonia por Hitler. Pero en ambos casos, los conflictos globales tenían que ver con la resurgencia de imperialismos y de la lucha por el poder y por los recursos económicos. Y tal como pasa en todo conflicto de poder, los países secundarios rápidamente eligen en qué lado les conviene estar y así se van involucrando en el consiguiente caos.
Al seguir de cerca los eventos mundiales de los últimos años —y, claramente, en los últimos meses y semanas— sería difícil no concluir que un mundo que parecía significativamente más esperanzado y comprometido con la paz después de la caída del Muro de Berlín ahora se encuentra en la cuerda floja frente a una situación muy peligrosa, situación que presenta demasiados paralelos con aquellas vistas en los tiempos antes de ambas guerras mundiales: conflictos regionales rabiosos en Siria, Irak, Afganistán, Egipto, Israel y la Franja de Gaza, el auge regional de Irán y el Estado Islámico de Irak y el Levante, y el deterioro del clima en Libia y Líbano, además del rápido desenlace de lo impensable: el surgimiento de un conflicto armado en Europa a raíz de un cambio político fundamental en Ucrania que se tradujo en guerra entre Kiev, con tendencia hacia Occidente, y el este del país, con férrea lealtad a Rusia. Este último conflicto ha desnudado, asimismo, el objetivo alguna vez velado del presidente ruso Vladimir Putin de reanimar el vasto poder y control regional de los cuales Rusia gozaba durante la era de la Unión Soviética.
Resulta escalofriante que así como Adolfo Hitler utilizó como justificación la protección e incorporación de alemanes étnicos al invadir y anexar partes fronterizas de Checoslovaquia, Putin justificó la anexión de la Península de Crimea utilizando el mismo argumento, la protección de los rusos étnicos que forman la mayoría de los habitantes en esa zona. Y con 45 mil tropas rusas amasadas actualmente en la frontera con Ucrania, el temor es que Putin intente hacer lo mismo en territorios del sur y este de dicho país. Así, además, como Hitler se popularizó con su virulento nacionalismo entre alemanes humillados por las crueles sanciones impuestas contra su país por los Aliados después de la Primera Guerra Mundial, Putin goza de un nivel de aceptación más del 80 por ciento, siendo identificado como el que devolvió el orden, la fuerza y el orgullo a Rusia después del caos y decadencia experimentados en los años después de la caída de la Unión Soviética, cuando EEUU se convertiera en “imperio único”. Si los juegos de poder casi siempre apelan al sentimiento ultra nacionalista, los de Putin no son ninguna excepción.
Hasta el momento, el gobierno del presidente Barack Obama en Washington —y los de Occidente en su conjunto— ha hecho todo lo que puede para responder a la actitud recalcitrante de Putin con rigurosa diplomacia y contundentes sanciones. Pero sectores radicalizados de la derecha estadounidense lo han acusado a Obama de debilidad y demandan una actitud más agresiva y amenazante de parte del presidente. Sólo se puede llegar a la conclusión de que no han aprendido tan bien como Obama las lecciones de ambas guerras mundiales. Y si hemos aprendido algo respecto de las guerras mundiales, es que sus efectos devastadores se incrementan exponencialmente al combinarse con avances en la tecnología.
Al ser interrogado sobre qué clase de armas serían utilizadas en una eventual tercera guerra mundial, el famoso físico Alberto Einstein dijo: “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero se peleará la cuarta con piedras y palos.” Convendría recordarles de estas sabias palabras a los que alientan cualquier enfrentamiento entre Rusia y Occidente.