
EDUCAR PARA LA TOLERANCIA
Tolerancia… Excepto en círculos selectos, es una palabra que no se oye ya tan a menudo, en esta época de creciente desprecio hacia la “corrección política”. Pero sigue siendo la clave más importante para asegurar la paz entre una comunidad y otra. Y como tal, es también la clave principal para la paz mundial.
Dicho esto, aunque la necesidad de imbuir a las personas de tolerancia puede no ser una necesidad innata, las sociedades, y a menudo inclusive las familias en las que nacemos, tienden a comenzar a socavar, desde el momento en que somos muy pequeños, la tolerancia natural con la que venimos al mundo. A un bebé no le importa el color de la piel de la persona que lo cuida. A los bebés no les importa nada qué religión profesan sus cuidadores, de qué equipo deportivo son fanáticos, cuánto dinero tienen, a qué clase social pertenecen, a dónde fueron a la escuela, si saben leer y escribir o si son analfabetos, si son gay o hétero, o a quién votaron en las últimas elecciones. Lo único que les importa a los niños pequeños es el cuidado y amor que reciben de las personas que los rodean. Nada más importa. Los bebés entienden la diversidad: las diferencias no cuentan. Sólo lo que la gente está dispuesta a compartir con ellos. Perciben a las personas de la misma manera que los animales lo hacen, de acuerdo con el amor que reciben de ellas.
Pero donde influye la sociedad —el ambiente social, por así decirlo— comienza a disminuir esa maravillosa tolerancia natural desde el vamos. Existe la necesidad, entonces, de enseñar la tolerancia, o de volver a enseñarla, y debe ser una parte tan importante del currículo educativo en las escuelas públicas seculares como la lectura, la escritura y la aritmética, ya que es tan vital, si no más, que ellas.
En la última edición de la revista académica trimestral Teaching Tolerance, el educador Elijah Hawkes escribió, a raíz de la marcha neonazi a principios de este año que provocó disturbios y un asesinato en Charlottesville, Virginia (EEUU), que el incidente había provocado que volviera a examinar por qué había elegido su trabajo como docente. Hawkes dijo que los casos de intolerancia y odio como la tragedia de Charlottesville estaban íntimamente ligados a las crisis emocionales de los jóvenes estadounidenses. Dijo que la presión sistemática de tales eventos en la sociedad en la que viven significaba que muchos de sus estudiantes ingresaban al aula con una carga muy pesada, aunque podrían no ser capaces de hacer la conexión y nombrar la fuente de su angustia.
Al parecer, esta fue más su razón para elegir el ser educador que el conocimiento de la materia que enseñaba. Se había recordado a sí mismo, dijo, que las manifestaciones de odio como las que se ven en Charlottesville, “y las que seguimos viendo en el lugar de trabajo, en los medios de comunicación y en nuestras propias comunidades (cada vez más elitistas)” eran enfermedades sociales. Su profesión tal como la vio, entonces, no sólo era un arte, sino también “una forma de curación.”
En su Historia de Palestina, el doctor Rolf Reichert habla sobre la relación de hermandad que alguna vez existiera entre judíos y musulmanes en Palestina. Aunque en el mundo contemporáneo los musulmanes palestinos y los judíos israelíes son estereotipados como enemigos mortales, esto no siempre ha sido cierto, si es que lo es hoy. De hecho, según Reichert, existen amplias pruebas de que entre finales del siglo VIII y principios del XX, los musulmanes y los judíos que vivían en Palestina compartían relaciones excelentes y fructíferas.
Igual de amplia es la evidencia de que la animosidad que existe hoy en día entre estos dos pueblos y que ha causado miles de víctimas en los años intervinientes, es el resultado de factores externos, del rediseño arbitrario del mapa del mundo después de las dos guerras mundiales y de la condición de los países del Medio Oriente como agentes activos en la lucha por la supremacía que se libra hace mucho entre las superpotencias occidentales y orientales.
Reichert señala que los israelíes y los palestinos son parte de la misma historia religiosa y política y que durante mucho tiempo pudieron vivir juntos en paz. “Desde tiempos inmemoriales —escribe— existía una costumbre conmovedora en Jerusalén. Los niños judíos y musulmanes nacidos en el mismo vecindario y en la misma semana eran tratados como hermanos adoptivos por sus respectivas familias. El niño judío era amamantado por la madre musulmana y el niño musulmán amamantado con la leche de la madre judía. Esta costumbre estableció relaciones verdaderamente íntimas y duraderas entre las dos familias y entre las dos poblaciones.”
Este es un maravilloso ejemplo de un esfuerzo concertado de dos ramas de una misma gente, separadas sólo por sus religiones, para encontrar un camino intermedio tolerante y empático en búsqueda de un estado duradero de paz y compañerismo.
Hoy en día, en un mundo cada vez más nacionalista y tribal, donde la tolerancia se confunde con demasiada frecuencia con la debilidad o con la sumisión, más que nunca antes, la educación constituye la raíz de la paz mundial, donde tales tradiciones unificadoras han sido olvidadas o socavadas por las luchas territoriales, políticas o religiosas. Pero antes de que se pueda inculcar esa educación, los docentes mismos deben ser educados como para aprender a incluir la tolerancia y la empatía en cada materia que enseñan. Esto consiste en aprender a caminar en los zapatos de la otra persona y vivir indirectamente en su piel. Sólo entonces los educadores pueden obviar sus propios prejuicios aprendidos y entrar al aula listos para abarcar todo tipo, color, género, credo o condición de cada alumno que allí se encuentre.
Al final, una vez que nuestras necesidades básicas han sido satisfechas, somos lo que leemos y lo que aprendemos. La búsqueda de la paz mundial requiere, entonces, que la educación vuele por encima de la raza, la religión, las diferencias sociales, las preferencias sexuales y las tendencias políticas. La educación debe ser un esfuerzo “sagrado” dentro de las actividades educativas seculares, diseñadas no solo para preparar a los jóvenes para “ganarse la vida”, sino también para lograr construir una vida marcada por la diversidad, la aceptación, la empatía y la tolerancia. La educación no sólo debe prestar atención a la tolerancia, sino que también debe enseñarla activamente, proporcionando una visión del mundo tan diversa como libre e igualitaria, un mundo en el cual, sin importar cuán diferentes seamos, al final somos todos parecidos, en el sentido más profundo y en todas las formas que pudieran aplicarse a la búsqueda de la paz, la cooperación y la felicidad tanto individual como colectiva.